sábado, 16 de marzo de 2013


No se trata de hablar,a veces, a quien no nos puede ya escuchar, sino de callar. 
Callar es mantener el caos de las palabras que atosigan la cabeza, en un orden de cuartel.
Entrenar el silencio.
Porque los discursos airados se revelan. Pretenden monopolizar todos los espacios, colmar todo el pecho con sentires breves y recios como huracanes. 
No es fácil hacer dormir a los gemidos que claman ya por la presencia que no acude, la justicia que no llega, la promesa no cumplida.
El arroró de lágrimas que manan hacia el pecho, ahogan las honestas pero ingenuas pretensiones de parir sonidos. 
Porque el fuelle del pecho se entona, acopiando los pesares de los días, haciéndolos transformar en bagualas, en melodías. Y así dormir al niño dormido de la esperanza. 
Nada de derramar la belleza del amor vivido, a expuertas, con proverbios que reniegan de lo que fue nuestra verdad más absoluta y personal un día. 
No es cualquier cosa romper la melodía mágica de la tarde con un requiebro, un lamento así nomás parido, que parte en dos la vida. 
Callar, que no todo es voz y grito, y al escarnio de los hechos que nos han herido, nada mejor y más mortal que la muda indiferencia, en el atardecer nacida.

Sophie Van Moffaert

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