lunes, 5 de diciembre de 2011

LA PRIMERA NOCHE DE AMOR EN EL HAREN



Jan Metsys

El harén estaba dispuesto. El sultán debía hacer su aparición inaugural luego de su asunción como heredero de su padre.
Las mujeres del harén se venían preparando con antelación para los nuevos tiempos.
Cierto era que los últimos años de vida del viejo sultán habían dejado a Zoraida y Zulema, así como a Zobeida muy alicaídas.
Eran tres mujeres de fuerza y garra para las lides del amor. Y siempre habían hecho frente a las solicitudes de su amo y señor con la mejor eficiencia y eficacia, no exenta de pasión.
Zobeida con sus cuarenta años aún estaba en la edad en que las mujeres tienen la sangre arrebolada y sueños hirvientes.
En los primeros años de su juventud su amo AMID fue su hombre. El único que logró hacer sentir su cuerpo como el de una mujer. Es más, podría decir que AMID fue el ejecutante de ese instrumento erótico que era el cuerpo articulado para el sexo, de ZOBEIDA.
Esta sentía pasar los dedos de su amo por sus ancas y su piel se erectaba no necesitando otra señal para estar lista para el amor.
Los últimos años del viejo sultán fueron raleando los encuentros y ZOBEIDA debía transformarse mas en una madre que aplaude el desempeño mediocre de su niño que en una amante desbordada por el amor de su hombre.
Finalmente el señor dejó de visitar su harén.
Y por consiguiente, vino la muerte del señor.
A AMID lo sucedió el hijo de ARID, la segunda esposa de AMID, el joven NAIR.
Todas las expectativas del serrallo estaban puestas en él.
Desde las jóvenes quinceañeras del serrallo que aún estaban a la espera de ser desfloradas, hasta las matronas que ya estaban en sus últimos fuegos pero no por ello podían olvidar sus alientos y calores de lunas pasadas, todas soñaban con la asunción del joven que estaba llamado a colmar las expectativas del harén.
Durante los próximos cincuenta años, no habría otro hombre que NAIR para hacer vibrar el ardor de las huríes de ojos oscuros como la noche sin luna, y la piel lustrosa  y las caderas generosas de las mujeres que esperaban despedirse de su vida amorosa entrenando la carne y la piel de su nuevo señor.
Al final de cuentas, todo en esta vida se paga. El padre les proporcionó el placer que aún no conocían y ahora debían devolver al hijo lo que éste venía a tomar de su ser, transitado ya por la voracidad paterna, voracidad sin límite hasta que la vejez pudo con la hidalguía.
La noche de la asunción fue especial. La luna era de una magnificencia solo comparable a la de las perlas en el cuello ambarino de ALONDRA, la joven que esperaba en el lecho al joven sultán.
Ya se había ido tranquilizando el laud, y las luces de las antorchas dieron lugar a discretas velas que solo permitían adivinar el lecho del sultán y ALONDRA.
Esta esperaba, retocando sus detalles, el lunar pintando en la mejilla, el cohool de sus ojos negros, pellizcando sus pezones rojos para darles mayor color y erguirlos a la altura de las circunstancias.
Toda ella era una antorcha prendida. Años hacía que ALONDRA esperaba a su primer hombre.
Aleya su madre, la había encontrado una noche, recién convertida en moza, en brazos de un bello joven avezado en amores furtivos y logró apartarlo con suficiente premura como para no haber estropeado el futuro encuentro de ALONDRA con su futuro señor.
No obstante, ésta no había podido apagar nunca el fuego prendido por esas jóvenes manos cetrinas. Y ardía desde entonces a la espera de una piel que terminase con lo que él había empezado.
Nada de la soledad era igualable, ni siquiera las sabias manos de las mujeres del serrallo, que eran hábiles y ajetreadas en la tarea de aliviar las tormentas generadas por su señor.
ALONDRA yacía con su cuerpo abierto, su alma en vilo, y mirando hacia la puerta. De pronto, se oyó pasos en el pasadizo que conducía de la otra ala del palacio a la cámara real.
ALONDRA ya se anticipó a lo que hacía años estaba esperando. Años soñando con esos ojos oscuros que parecían indiferentes pero quemaban desde lejos. NAIR era un joven bello, suave, con mirada dulce y distante.
Solo pudo perdonar a su madre por haberla dejado sin  terminar su obra con su amado, al conocer los ojos de su futuro señor.
Este venía de lejos, de tierras tártaras, donde había estado librando batallas contra los infieles.
Largas peleas de hombres duros, en noches de vientos interminables en el desierto.
Eran proverbiales las historias narradas acerca de las destreza de su señor con los caballos, el los encuentros con el enemigo.
Ella quería colmar de una vez su sed. Rozar con sus suaves manos la piel ardida por el sol del SAHARA de NAIR.
Cerró los ojos, y  solo el sentir del aroma de los pebeteros que se agitaban al paso de su señor, su cuerpo sufrió un estremecimiento que anticipó de alguna manera al éxtasis.
Esperaba, con el aroma del cuerpo de su señor acercándose….
Algo brusco pareció caer sobre el lecho, que la sorprendió, y otro cuerpo encima del anterior.
Las risas parecían campanas, y el joven NAIR con sus dientes blancos como nácar abrazado a otro joven del harén, quien había ayudado a calmar tanta sed en los últimos años de decadencia del señor, yacía de espaldas sobre el edredón de seda.
Ninguno de los dos miró ni por un momento a la joven que yacía escondida entre las cobijas del lecho.
Esta se fue dejando caer suavemente hasta desaparecer bajo el lecho. Allí sus lágrimas de despecho, resentimiento, dolor, se juntaron y llenaron su boca de sal.
Allí quedó dormida, con su mano entre las piernas. Sin lograr calmar su sed.
Su señor NAIR no iba a necesitar de los servicios de sus mujeres.
Eso era visto.
Los próximos cincuenta años, el harén debería buscar alguna forma de dar salida a sus fuegos. NAIR estaba acostumbrado a la guerra y sus premios. A los jóvenes que luego del vino y los cantos se arrimaban a su piel y lo extasiaban con su aroma de fuerza y arrojo.
El señor cerró la puerta al serrallo.
ALONDRA desapareció en el fresco de la noche y nunca se volvió a saber de ella.
Se dice que está en el desierto, en la grupa de un caballo negro, montado por un brioso corcel.
Con ella sueñan las mujeres del harén. Sueñan y tejen, hilan y esperan.
Algún día cambiará la suerte, y el próximo señor será una nueva aurora.

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