martes, 25 de enero de 2011

LA BICICLETA ROJA


La mesa estaba ya limpia.
L evantada la vajilla de la cena.Ninguna miguita de pan alteraba la pulcritud ancestral de esa cocina. 
Azulejos azules, piso de mosaicos negro, siempre brilloso, impecable. 
La mujer se había sacado la cofia blanca y, limpiándose unas gotas de sudor con el delantal, se fué al toilette para prepararse. 
La luna hacía rato había dado la vuelta en su camino hacia el cenit. Se hallaba en retirada y disipando su luz por las siluetas de las bajas casonas del barrio. 
Ni un ruido, un silencio total en esa noche de verano, ya terminada, mutada en madrugada.
Algo parece alterar de pronto este clima cuando el ruido de la cerradura rompe el aparente hechizo. 
Se abrió la puerta y entró un hombre de mediana edad. Alto, corpulento. 
Su cara es de fatiga y tristeza indudable.
Sin mirar a su alrededor, entró en el comedor y derrumbándose sobre un sofá. Allí, en esa posición, queda  contemplando cada objeto del lugar como si lo viese por primera vez.
Mira así la biblioteca de su padre, llena de libros de lomos dorados y verdes. Prolijos libros de derecho, que no habían sido consultados en años.
Mas manoseaodos se veían los libros de novelas de su madre. Libros de autoayuda, de distintos autores, y novelas de novelistas latinoamericanos, favoritos de su madre.
Entre ellos, un libro que a ella le gustaba especialmente, de ISABEL ALLENDE: LA CASA DE LOS ESPÍRITUS.
León se levantó como por un súbito impulso y tomó el libro ajado, lo abrió y entre sus páginas marcadas con birome por su madre, quien acostumbraba a dejar sus anotaciones en los mismos libros, con los que decía dialogar, encontró una foto, era la foto de su hermana Mara. 
Mara había fallecido hacía ya algunos meses, como consecuencia de un accidente. Su madre no fue la misma desde su muerte. 
La foto mostraba a esa joven sonriente y detrás de la foto, una frase, 
"hasta pronto, nos vemos..."
enero del 2008.


Dejó el libro de donde lo había sacado. Nada podía ser alterado de ese orden dispuesto por su madre. El había luchado por todos los medios por salvar a su hermana, y recién hacía pocos días les había sido  entregado el cuerpo luego de la pericia. 
De lejos, miró el dormitorio de su madre y la puerta cerrada. 
Fué hacia la cocina y abrió la heladera. Debía comer algo. Un largo día de velorio y el posterior entierro no había probado mas que café. 
 Encontó la comida que siempre le dejaba lista ella, sus milanesas a la napolitana, con ese queso bien derretido aún tibio, arriba de la mesa, junto a su plato, y sus cubiertos, como todos los días, su vaso para el agua, y los jazmines frescos del mediodía.
León no entendió que pasaba. Algo no cerraba en lo que estaba viendo. 
De todas maneras, estaba muy cansado y en esas condiciones, cualquier alteración de la percepción o de la razón es esperable.
Comió algo de la milanesa, tan rica como siempre, casi sin sal, y con pimienta. 
y sin mirar, vió apoyada contra la pared del pasillo la bicicleta de su hermana. 
Allí había quedado, su madre nunca la quiso regalar, ni guardar. Era su presencia, la de la hija que no volvió prometiendo hacerlo. 
La bicicleta estaba como nueva, roja, sin las huellas del auto que la atropellara. 
Raro.... Tan raro como el bastón del padre apoyado contra el secretaire francés, bastón que sí sabía él que había sido regalado a don Mateo, para su pierna enferma luego del ACV.
Leon empezó a sentirse muy cansado y se dirigió hacia su habitación, donde se acostó en su cama, pulcramente armada, como si ella la hubiese hecho. Ella, Mara. 
Poco a poco se le fueron cerrando los ojos y el cansancio pudo mas que la extrañeza. 
-querida, ten cuidado. Por hoy está bien, te entiendo, el no ha notado nada. Pero desde mañana, sabes que esto ya no es posible. Ahora debemos dejar a Leon. Es por un tiempo, ya sabes. 
-Si, ya lo se, mi amor, claro que lo sé. Ahora mas que nunca. 
Y ambos ancianos tomados de la manos se alejaron definitivammente juntos, mientras Mara esperaba. 
Ella esperaba.


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