en mi pueblo nunca pasaba nada. las casitas eran bajas y con jardines de malvones. Las mas lujosas eran con albercas y sauces llorones.
La gente solía trabajar en el pueblo en distintas actvidades que cubrían las necesidades de sus habitantes. Nada más.
Nada faltaba y nada sobraba.
Que rara forma de reconocimiento ese de mi hermana cuando decía:
-"esto es terrible¡, acá nunca pasa nada".
de hecho, a mi me pasaban siempre cosas. a veces tontas, como transformarme en cazadora de mariposa terminar con un clavo atravesado en el pie.
Otras veces, era perseguir con los chicos a las luciernagas aprovechando el verano, y jugar a las escondidas con el coro de los sapos de fondo.
cosas que no eran...nada.
Nada era que los niños eramos todos chicos y sanos, y teníamos nuestro mundo no se terminaba en la escuela, y los grandes compartían las tardes en la vereda con mate y sillones al aire libre.
Nada terrible era que a la tia nidia se le hubiese escapado el gato capón. Ya aparecería y sino, seguro encontraría algun otro animalito abandonado a quien dar cobijo y con quien desarrollar su instinto maternal frustrado.
Que hermosos eran los corsos del febrero de entonces, corsos con papel picado y unas lucecitas de colores y niños con nuestros disfraces. Yo de tiroleza, o de colombina. Mi hermano de Pierrot.
Nada. No pasaba nada.
-"Nada"
Asi me contestó Marcelo cuando esa noche inaugural de nuestros amores le pregunté que pensaba, y luego vino ese beso contundente que cambió mi vida.
Nada fuera de lo esperado la llegada de cada uno de mis cautro hijos.
Nada mas que darles el pecho y acompañar su crecimiento día a día, mes a mes. Y de noche transformarme en la mujer de fuego que esperaba al hombre de su vida.
Nada especial.
Ahora que ya eso ha quedado atras, añoro esa nada, porque con esa nada, yo era feliz.
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