miércoles, 2 de enero de 2013

EL SILENCIO.

Uno aprende a callar cuando ya ha transitado el de-curso de las propias palabras. Muchas cosas dichas por el simple hecho de esbozar sonidos, muecas, y sentidos apenas intuidos. Los niños juegan con sus voces emitidas entre risas, murmullos y llantos.
Sonoridad de las horas cotidianas donde el silencio es raro. La constante es un sonido de fondo. El caer del agua, la lluvia, el supuesto canto de las aves.. El sonido del mar.
El silencio es raro. Es la presencia de un otro. Cuando estamos en nuestro juego cotidiano de semi diálogo interior no hay un fondo de silencio. Este es efecto de la presencia del otro.
Cuando uno está a solas la mente vuela con palabras y sonidos.
Rara vez la soledad se refleje en silencio.
Si fuese tan sencillo y tan espontáneo el silencio no nos exigiría un esfuerzo a veces difícil de lograr.
Llamarse a silencio es un acto de coraje. Dejar de dejar rodar palabras que nos acompañan con arrorrós de cristal y pétalos dorados...
El silencio es el sueño que duerme pero  el ser sigue hablando.
Nuestro ser habla. No se calla
Solo ante la sensación de complicidad, o de angustia, o la simple pena que sentimos ante la muerte de las cosas, se presenta el silencio cómo una presencia elocuente.
Seguro que los niños no dejarían de hablar ni de cantar hasta caer dormidos.
Seguro que sólo pararían su charada ante algo que despierta la bendita curiosidad.
Pero no bien esta está saciada, vuelve a tener su protagonismo el sonido de las cosas que murmuran sin contemplar nada más que sus ganas de gritar, o de decir nadas.
Hoy en día en que el silencio no es algo que me cueste, a pesar de disfrutar tanto del gorjeo sonoro, de la locución graciosa, o ceremoniosa, o simplemente, del chisme cómplice, callar es algo que requiere todo un mérito, un espacio de no acción, de opacidad, de retiro.
Solo aparece el silencio ante lo que no quiero o no entiendo. Solo para consentir con el miedo.



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